Vista la situación general del país en lo tocante a política, la decisión no sería a quién votar, sino si votar o no hacerlo. Confieso que a veces el tema me quita el sueño, sobre todo en vísperas de una avalancha de convocatorias como la que se nos viene encima. En realidad, me puede la responsabilidad de muchos años de haber colaborado en la elección de personas equivocadas. Porque eso que llaman la casta, hemos contribuido a crearla los que erramos al votar, que ciertamente somos muchos.
Mi proceso intelectual al respecto, resulta sencillo de resumir. Cuando se vislumbran citas electorales, primero trato de situar los problemas en su verdadera dimensión. No todos los problemas, sino aquellos que pueden ser susceptibles de solución por parte de los poderes públicos. Luego, analizo mi interés profesional y si algún partido defiende a ultranza la causa de la libertad, que no es poca cosa.
Finalmente, trato de aproximarme a la personalidad de los candidatos, uno a uno, porque considero que, en el fondo, lo importante no son los planteamientos generales sino el grado de compromiso demostrado por cada uno de ellos a lo largo de su recorrido político, si es que siguen interesados en adjudicarse mi voto, que suele ser que sí, porque en España todos los políticos se vuelven profesionales y no hacen sino repetir, o sea, vivir del tema.
Queda una última etapa, y es la derivada del debate familiar, ya que es en la asamblea del pequeño círculo familiar, donde decidimos en qué dirección enfilaremos las papeletas. El problema es que, pese a tantas precauciones, uno nunca acierta. Resulta preferible no recomendar a nadie un proceso intelectual que, en política, ya no funciona. Ya saben, la razón acaba por crear monstruos, nunca mejor traída la expresión.
Ahora mi primera intención era quedarme en casa en fechas tan señaladas, no porque hayan dejado de ser importantes para mí, sino porque he llegado a la conclusión de que siempre me toman el pelo. Mienten todos, hasta tal punto que en ocasiones ponen en peligro mis convicciones democráticas.
Pero son mis principios los que me llevan a rectificar, eso sí, con algún criterio corrector. Al final siempre llego a la conclusión de que lo mejor es votar, pero votar con apasionamiento. Nada de análisis ni estudio de programas, que acaban siendo papel mojado. Un día de elecciones debe ser una gran oportunidad para la venganza.
Debemos votar, no con el corazón o la cabeza sino con los hígados, mirando a los ojos a los candidatos de toda la vida, esos que tantas veces nos han fallado, para que también ellos sepan de verdad cómo se las gastan estos tiempos que corren.
No servirá de mucho, ya lo sé, apenas un alivio pasajero y poco más. Pero al menos, por unos días, el miedo convertirá en personas a los políticos.