De espaldas al olivar
Siempre me he preguntado los motivos del desapego social que sufre el olivar, especialmente en una provincia como la nuestra, donde constituye la principal fuente de ingresos económicos, incluso, en casos concretos, la única fuente de riqueza posible.
A diferencia de otras regiones y otros cultivos, el olivo no ha recibido nunca aquí la atención cultural y el aprecio que merece su vinculación milenaria al género humano. Todos, absolutamente todos los municipios de la provincia, tienen en este árbol su mayor modo de vida. Sin embargo en ninguno de ellos es el origen de su fiesta principal, su motivo de orgullo. Si hay alguna expresión aislada de gratitud apenas cuenta con tradición o se trata de manifestaciones meramente comerciales, que reúnen a empresarios o industriales, nunca promovidas por la población dedicada a las labores agrícolas de producción, las que hace la gente más cercana al olivo.
En cambio, en Grecia e Italia sí resulta frecuente asistir a fiestas del aceite o del olivo, al término o principio de cada campaña, con un acento rural que tiene profundas raíces culturales e incluso identitarias, de innegable sabor mediterráneo. Hay certámenes gastronómicos, incluso literarios y musicales, además de ferias locales donde se cantan las virtudes del producto en sus infinitas variedades y catalogaciones, como expresión de agradecimiento hacia la tierra que lo hace posible.
A algún escritor le he leído que los pueblos rara vez se identifican con labores especialmente penosas, como es el caso de la recogida de la aceituna, ni muestran aprecio por un producto que, además, fue causa de muchas desigualdades sociales en otros tiempos. Debe ser este el caso de Jaén. La crudeza del clima en época de recogida y el carácter manual de la misma, convierten las faenas en cita poco apetecible.
El argumento podría servir como justificación de situaciones históricas ya superadas. Pero si nos atenemos a la realidad actual, pocos reproches podemos hacerle. Más de cien mil jiennenses se declaran titulares de alguna explotación olivarera, lo cual nos ofrece una idea muy clara sobre el grado de distribución de la propiedad y de la profesionalización de la actividad.
Con todo, para nuestra sociedad, el aceite sigue siendo una materia prima incómoda que sólo es útil para extraerle el máximo rendimiento, sin otras consideraciones. Parece como si guardáramos un rencor de siglos hacia un producto que, sin embargo, ha sido nuestro único motivo de satisfacción y bienestar, así como la indiscutible seña de identidad de nuestra provincia. Incluso en las peores circunstancias, los campos de olivar nunca han negado el trabajo a todo aquel que se lo ha pedido, derramando su riqueza por encima de cualquier condición social.
Dar la espalda al olivo en lo cultural explicaría en parte el poco éxito de nuestra gestión en el sector, donde todo consiste en rogar la lluvia, pedir a Bruselas y esperar a que escampe. El problema es que en el pecado llevamos la penitencia.