¿Esta es la España que quería Suárez?
Resultan inevitables las comparaciones, al hacer balance sobre la aportación de Adolfo Suárez al proceso de transición española. Se nos ha descrito como modélica la actitud de aquella clase política que antepuso los intereses generales del país a los particulares de cada grupo o comunidad territorial. En realidad, sin citarla expresamente, toda reflexión gira en torno a la situación actual, en que la escasa altura de miras se considera un mal irremediable, consecuencia de la propia dinámica democrática.
Sin embargo, intencionadamente o no, olvidamos el fenómeno que ha llevado aparejado ese desarrollo del sistema, que también constituye un signo diferenciador de aquella España respecto de la de hoy. Si la palabra clave de la transición fue consenso, la de ahora podría ser muy bien corrupción.
Lo cierto es que se hace palpable, ahora que se agiganta la figura del presidente Suárez, que hemos olvidado muchos de los valores políticos que considerábamos imprescindibles en el objetivo de alcanzar un marco común de libertades, siempre a instancias de una clase dirigente supuestamente situada como vanguardia de la sociedad. Así éramos, así somos y a esto nos han conducido.
Si volver la vista atrás, en ocasiones suele ser causa de melancolía, en el caso de la política española la sensación se acentúa hasta extremos de verdadero patetismo. Poco es reconocible ya de aquel proyecto colectivo que asombró al mundo, construido por políticos generosos, bajo la mirada tímida de un pueblo que solo pretendía vivir en paz.
Durante los años confusos de la transición, los ciudadanos asistían a la actividad política como meros espectadores, con la incertidumbre del que teme por su futuro. No participaban porque no sabían cómo hacerlo. Ni siquiera los aparatos de los partidos, todavía incipientes, mantenían esa férrea disciplina de hoy que antepone los intereses internos a cualquier otra consideración.
Como hemos visto, la clase política tomó rápidamente la delantera y nos arrebató la iniciativa, condicionando con etiquetas partidistas todos los movimientos populares hasta fagotizarlos por completo.
Hoy la fe democrática ha dado paso al descreimiento. El divorcio entre la sociedad y la clase política constituye un fenómeno creciente. Según los estudios de opinión, los profesionales de la política son ya una de las principales preocupaciones del país. Una casta que se promueve a sí misma como solución, resulta ser el problema. Toda una paradoja.
La Prensa no ha sido una excepción. Los contenidos de los medios de comunicación han adquirido peligrosamente el cariz de oficialidad que determina la omnipresencia del Estado. Las instituciones se sobreprotegen con oficinas que canalizan todas las informaciones e impiden otras interpretaciones o versiones de los acontecimientos distintas a la oficial. Las presiones no son ni siquiera sutiles. Los periódicos, por esta causa, se han vuelto mucho más previsibles. Antes de abrir sus páginas ya sabe uno lo que va a encontrar. Por eso venden menos, son un mal negocio. Otro efecto colateral de la información oficial.
En la misma medida que crece el ámbito público, disminuye la libertad individual de los ciudadanos, como disminuyen también los debates y el interés por los asuntos generales. La sociedad se vuelve abúlica e insolidaria ¿Es ésta la democracia que quería construir Adolfo Suárez?
Durante la transición, los ciudadanos se inhibían de la gestión pública, entre otras razones, también por desconfianza hacia la clase política heredada del franquismo, transmutada en demócrata de toda la vida por arte de magia. ¿Hoy habría que buscar otras razones o en realidad son las mismas?