¿El final de un Rey o de la Monarquía?
Con la desaparición de Adolfo Suárez se ha escenificado la amortización de uno de los periodos más luminosos de la historia política española de los últimos tiempos. Quizás a falta de la interpretación final de algunos episodios, hay coincidencia en afirmar que la transición constituye ya un dato histórico imprescindible, pero solo pendiente de archivo. Lo cual nos lleva a pensar que también el otro gran protagonista de ese periodo ha de pasar igualmente a la historia como valor amortizado. Hablamos del rey y de una amortización que también acaba de producirse.
Sin lugar a dudas, esta España de ahora, en que todo se cuestiona, no es la misma que proclamó rey a Juan Carlos I en 1975, y le otorgó un aval infinito para liderar la transición a la democracia. Ahora no podría hacerlo, sencillamente porque no recibiría el mismo apoyo de la sociedad.
Dicho de otra manera, este rey sería identificado hoy como el último vestigio de la dictadura de Franco aún en pie, es decir, una anomalía.
Se diría que toda la misión histórica del último Borbón ha consistido en promover el advenimiento de la democracia a nuestro país, y una vez cumplida, su figura no ha podido acomodarse a los nuevos tiempos. Su intervención, otrora decidida en sucesos de trascendencia, se ha desdibujado para cuestiones de Estado también de indudable importancia. El reto soberanista catalán sólo es un ejemplo más de los sonoros silencios del monarca en asuntos vitales para el país. Y el problema es que ya quedaba poco en sus manos para contribuir a cambiar esa percepción.
Juan Carlos de Borbón, sin embargo, no ha sido víctima de los tiempos cambiantes ni de esta sociedad convulsa atemorizada por la crisis, sino de su propia realidad y la de su entorno más cercano. El carácter extravertido que tantas puertas le abrió al comienzo de su reinado, finalmente ha sido la causa de su desprestigio y debilidad.
La última monarquía española ha sido una institución creada a la medida de su titular, y eso resultaba peligroso. Bien es cierto, que las leyes, un tanto difusas sobre las atribuciones del jefe del Estado, seguramente han contribuido a relajar la disciplina de la corona. Pero la Familia Real nunca debió olvidar que, en un Estado constitucional, es el pueblo el que entrega y retira el favor a la corona, y no al revés.
A diferencia de lo sucedido en otras épocas históricas, la vida privada del monarca ya no ha sido posible mantenerla a salvo del juicio de la opinión pública, especialmente en el caso de actitudes y comportamientos impropios, suyos o de los miembros de su familia. La transparencia no constituye solo un bien necesario, sino inevitable, más allá incluso de la propia ley.
Desde el análisis sereno, la renuncia del rey puede calificarse como un último servicio de don Juan Carlos a la sociedad española, para evitar el creciente desgaste de la corona. El problema ahora será dilucidar si la abdicación llega a tiempo y si realmente obedece a un ejercicio de generosidad. De no ser así, Felipe VI, y toda la institución monárquica, habrá perdido su oportunidad.