La monarquía no es el problema
Los hechos son evidentes: es la nación la que ha engrandecido al monarca, y no al revés. Sobran por tanto estos aspavientos en torno a la forma de Estado. El problema es que el debate, también en esta ocasión, ha sido hurtado a los ciudadanos, por intereses inconfesables, lo cual nos impedirá analizar con serenidad un importante periodo de la historia reciente de nuestro país. ¿O era eso lo que pretendían?
De una parte, llama la atención el enfervorizado clamor de muchos sectores sociales en defensa cerrada de la monarquía, cuando algunos acontecimientos han puesto en entredicho la rectitud de conducta de miembros de la familia real, hasta el punto de llevar la institución a la crisis, y precipitar la abdicación del último titular del trono.
Con el mismo carácter oportunista, se impulsan propuestas de una consulta plebiscitaria sobre el futuro de la corona. Los partidarios de la república ven llegado el momento de saldar viejas cuentas, sin importarles que la amenaza pueda dañar los cimientos del Estado, o alterar innecesariamente la convivencia social del país. Con un planteamiento absolutamente cínico, postulan el cambio desde el confort que les ha proporcionado la propia monarquía y la Constitución que la sustenta.
La cuestión, en definitiva, no parece ser la monarquía, una forma de estado que sitúa al titular de la más alta institución del país en lugar preferente, pero como elemento puramente decorativo. En realidad, habría que decir que, desde Luis XVIII, los reyes en Europa han subsistido más por el carácter distante e indolente que manifiestan los ciudadanos ante las especies protegidas, que por el imperativo de las leyes o la laxitud republicana. En España, sobre todo, se ataca a la monarquía por lo que representa de frustración para una clase política que no supo o no quiso vencer al dictador que la restableció. ¿Realmente tenían tanto miedo los republicanos el día en que fue entronizado Juan Carlos I o es que todos han surgido en el periodo democrático posterior?
España presume de ser una democracia en lo formal, pero ahora de lo que hablamos es de arquitectura institucional, algo de escasa trascendencia para la vida real del ciudadano. La Constitución define nuestra nación como un reino, en términos que nada tienen que ver con las monarquías que hemos conocido históricamente los españoles. Bien podríamos hablar aquí de una monarquía republicana o de una república monárquica, cuya filosofía asume en todo caso unos principios de participación política perfectamente homologables a los de los países de nuestro entorno.
Todos los sistemas pueden ser perfeccionados, efectivamente, y el nuestro también si hablamos de principios democráticos, pero es en este apartado donde ya se muestran más cautos los que ahora querrían romper el pacto constitucional. Son congruentes los republicanos al exigir que el titular de la Jefatura del Estado, aunque carezca de competencias de gobierno, sea elegido democráticamente por los ciudadanos. Yo también participo de esa opinión. Pero, como prioridad, a mi me preocupan más otras cuestiones que mejorarían la calidad democrática del sistema y que, sospechosamente, nunca aparecen en los programas de intenciones de los partidos.
A mí me gustaría, sin ir más lejos, que el presidente del Gobierno español, los presidentes de las comunidades autónomas y los alcaldes fueran elegidos de forma directa por el voto de los ciudadanos, no como consecuencia de imprevisibles o interesados equilibrios parlamentarios.
Quisiera igualmente unas listas abiertas para el resto de cargos institucionales, y la supresión de todos los aforamientos como forma de impunidad de la clase dirigente, no solo del rey.
Me preocupan las competencias inexistentes de instituciones que resultan muy costosas para los ciudadanos, y que se conservan únicamente para privilegio y beneficio de una clase política que, además, ahora se irrita cuando es tildada de casta.
El problema de España, en suma, no es la monarquía, sino el déficit democrático que subyace en los protagonistas del debate político.