Je ne suis pas Charlie, pero…
Je ne suis pas Charlie (yo no soy Charlie) porque no comparto ni sus ideas ni el trabajo que realizaba y me parece demasiado identificarme con alguien con el que no coincido, aunque respeto. Por eso no creo en el hecho de llevar una chapita con esa frase que ha recorrido el mundo, ni colocarla en mi perfil de facebook, como si fuese el culmen de la libertad de expresión. Tampoco entiendo mucho que todo el mundo utilice para ello el lápiz, para demostrar no se sabe muy bien qué, fuera de las primeras manifestaciones de repulsa de los dibujantes contra lo que es un ataque directo a la profesión.
“Yo no soy Charlie”, insisto, pero eso no quiere decir que no respete que haya otras formas de pensar, o de expresarse. Y entiendo que los humanos necesitamos, muchas veces comportándonos como animales primarios, de frases e imágenes para demostrar nuestra adhesión con algo.
Lo que me preocupa es que fuera de esa frase, utilizada hasta la saciedad, después no haya nada. Que las manifestaciones de París donde se unieron cientos de miles de personas y líderes internacionales, condenando estos atentados y por la libertad de expresión se quede en agua de borrajas. O que los sones de la Marsellesa en la Asamblea Nacional francesa solo sean luego emocionantes recuerdos de la historia de un país.
“Je ne suis pas Charlie” (yo no soy Charlie) pero me gustaría que lo sucedido en estos días sirviese de algo, no ya a nivel político, sino personal en la convivencia diaria de cada uno, en el respeto al pensamiento diferente. En que las discrepancias en lugar de llevar a voces agrias, insultos, burlas e incluso a agresiones sirvan de tema de tertulia, riéndonos de nosotros mismos o con el de al lado. No es una utopía porque no hablo de grandes ideas, sino de la forma de afrontar la vida de forma diaria, de vivir una religión quien la tenga, de vestirse, de disentir con caricaturas u artículos. De expresarnos quitándonos esa regia armadura que nos han colocado de los políticamente correcto.
Ni vivimos en Atenas, ni todos los días acudimos al ágora, pero sí tomamos café con compañeros de trabajo o amigos, discutimos en las reuniones familiares y los vecinos comentan en las esquinas los pequeños sucesos de la vida.
Hay quién dirá que lo sucedido no dependen de nosotros, que difícilmente acudiremos armados a un supermercado o una revista para matar a infieles, pero de “esos polvos vienen estos lodos”. Y aunque no vayamos masacrando inocentes sí somos capaces de ridiculizar, indignar e insultar al de al lado, olvidando el gesto sin precedentes del domingo en París, que por lo menos puso de manifiesto que aún sigue viva la capacidad de reacción frente a las masacres, aunque solo sea cuando estas ocurren en el llamado primer mundo.
Porque, las manifestaciones de repulsa siguen demostrando lo que comprobamos todos los días: que hay muertos de primera y de segunda. Un primer y segundo mundo. No quiero entrar en demagogias, porque sé que los cientos de muertos que todos los días hay repartidos en el planeta se deben a múltiples y diversas razones y no a las teorías simplistas de algunos pocos (véase diablo capitalista de Estados Unidos, u otros males que según los extremistas son los culpables de todas las desgracias de este mundo).
Y como dije entonces, al ver la marcha encabezada por unos 50 jefes de Estado y de Gobierno, cogidos del brazo, incluidos a unos metros el primer ministro israelí, Benjamin Netanyahu, y el presidente palestino, Mahmud Abás, surge la idea de si al día siguiente esas mismas personas estarán defendiendo o permitiendo la muerte en sus territorios de personas inocentes (me refiero a los civiles, los soldados y militantes de organizaciones saben a lo que se enfrentan) a causa de enfrentamientos políticos. O si, algunos de esos jefes de Estado, de alguna forma, facilitan el acceso al armamento de los radicales.
La manifestación fue impresionante, pero, ¿servirá de algo al día siguiente que miles de personas llevasen lápices en la mano? Para la foto, de cara a las imágenes en televisión está muy bien. Pero la libertad de expresión, el respeto al de al lado, incluida sus ideologías, se gana a diario, en la calle de cualquier pueblo, ciudad o territorio, no solo en un día en las calles de París.