Jaén, una ciudad de pianos
Jaén, al llegar la primavera, se convierte en capital mundial del piano, como Linares lo ha llegado a ser del ajedrez y, la provincia entera, del olivar. Cosas del marketing, de la política, o del marketing político, vaya usted a saber. Pero lo del piano tiene para la capital de la provincia otras connotaciones menos atractivas, que ponen de los nervios a los viandantes, sobre todo cuando apenas caen cuatro gotas. No hacen falta inviernos excesivamente lluviosos para este padecimiento.
Lo cierto es que la ciudad, en toda su epidermis, se ha convertido en un extenso e interminable piano de adoquines sueltos. Cuando el suelo está seco, resulta hasta gracioso oír tintinear a nuestros pies las baldosas despegadas del pavimento. Cada una, en su tono peculiar. Unas de cemento, otras de piedra, de granito también, incluso de mármol. Todas ofrecen su nota característica, como si de una sinfonía inacabada, o desafinada, según se mire, se tratara. Al concejal de Obras habría que llamarle maestro Chopin, por reírle la gracia, más que nada.
Los problemas llegan con el invierno. Si el interior de los adoquines sueltos se llena de agua a causa de la lluvia, el suelo se vuelve una trampa endiablada para los peatones. Si se pisa, un líquido oscuro, sucio y maloliente, sale disparado por las rendijas, arruinando para siempre la ropa y el calzado del afectado. No tienen solución. Las manchas de esa porquería no hay forma de eliminarlas.
A más de un ciudadano he visto yo arriesgar su vida, caminando por la calzada, para evitar la sorpresa desagradable de los adoquines sueltos. No son pocos los que van zigzagueando por la acera, practicando el salto longitudinal, o los que acaban de puntillas en algún rincón infame, pretendiendo recordar, por lo repetitivo de su itinerario, el mapa de las trampas adoquinadas. Pero no hay manera. Al final siempre acabas como un adefesio.
Sabemos de los esfuerzos de las administraciones para dotarse de servicios eficientes, sobre todo si los afanes son recaudatorios. Cuando no es un radar es un helicóptero de última generación que todo lo observa. Todos los días aparecen nuevos artilugios de control o vigilancia, a mayor gloria de la inspección correspondiente. Para esas cosas no hay recortes.
En cambio, no hay presupuesto casi nunca para los problemas cotidianos de orden menor, aquellos que redundan en un beneficio directo o en una leve comodidad para el ciudadano, que, ¡hombre!, algún placer le debe quedar libre de tasas o arbitrios. Que lo de contribuyentes ya lo tenemos todos muy bien aprendido a fuerza de pasar por caja, una o varias veces por el mismo concepto, con el único consuelo de nuestra permanente mansedumbre. O tal vez será por eso.