El execrable bipartidismo
No seré yo quien se limite a ensalzar las bondades del bipartidismo, aunque las simplificaciones en un análisis sobre el tema, tampoco nos llevarán a una mínima comprensión del fenómeno. Se trata de una realidad a la que nos ha conducido la evolución política y que, se mire por donde se mire, hasta la fecha ha dado resultados positivos, en forma de una convivencia social y democrática que no tenía precedentes en nuestro país.
Pero este es el momento en que, una nueva situación social nacida de la crisis, parece dejar en fuera de juego la inercia institucional en que se había convertido la alternancia, mal que le pese a la clase dirigente instalada a su sombra.
No resulta difícil escuchar en la calle que las fórmulas tradicionales de participación política han quedado obsoletas. Las vetustas sedes de los partidos (por cierto, ¿para qué sirven cuando no hay elecciones?) han dado paso a las redes sociales, siempre activas, accesibles y transparentes. ¿Cómo digerir entonces que un reducido número de militantes designen a puerta cerrada a los candidatos que, con toda probabilidad, dada la vigente legislación electoral, resultarán ganadores en los comicios? ¿Con qué argumentos justificar el clientelismo político en que ha degenerado la gestión pública?
Habría que decir, para empezar, que el bipartidismo surgió por voluntad de los ciudadanos, si no mediante una decisión deliberada, sí como respuesta intuitiva a la necesidad de una estabilidad política que los españoles siempre habían considerado su gran asignatura pendiente. La confrontación de dos grandes formaciones de base social amplia, con valores democráticos mutuamente aceptados, suponía ya de por sí un avance notable. Dicho de otra manera, constituía la forma más saludable de participación política entre dos electorados hasta entonces declarados enemigos irreconciliables.
Los dos grandes partidos luchaban por el poder pero, además, se complementaban entre sí. Uno ha perfeccionado al otro en tareas legislativas, moderando sus perfiles para alejarlos de todo planteamiento radical. Si el PSOE hubo de renunciar al marxismo, al PP no le quedó otra que aceptar una constitución avanzada en lo social que en el primer momento había rechazado. Así han caminado unidos hasta hoy en que, al margen de pequeñas matizaciones, más de forma que de fondo, ambos comparten un bagaje político similar, hasta el punto de aparecer como cómplices del vigente inmovilismo institucional.
Ahora el bipartidismo entra en barrena y lo hace de la misma manera que surgió, más por necesidades del guión que por una superación del modelo. De alguna manera sus mensajes están agotados porque, sencillamente, España no es el mismo país que hace cuarenta años hizo la transición y buscaba la consolidación democrática. La sociedad quiere ahora otra cosa, en vista de que las fórmulas que hemos conocido ya no solucionan problemas sino que contribuyen a crearlos, el principal de ellos, la corrupción.
El desencanto nos obliga a pasar de un confortable bipartidismo (confortable para sus beneficiarios) a un incierto pluripartidismo. Cualquier cosa, menos el carácter acomodaticio que ha caracterizado al sistema en los últimos tiempos.
Pero no podemos olvidar que, en su momento, el hoy execrable bipartidismo se consolidó a partir también de unas circunstancias inciertas, consecuencia de la transición. Si entonces la demolición controlada de UCD fue el detonante de la creación de las dos grandes formaciones que han gobernado el país durante las últimas tres décadas, hoy la muerte del bipartidismo debe alumbrar una realidad política más matizada y cercana a los ciudadanos, y por ello, seguramente, más eficiente. No hay pues nada que temer.