Volver al sentido común
En la reciente campaña electoral hemos asistido, lamentablemente, a escasos debates de interés. A falta de ideas, lo único novedoso del momento político ha sido la aparición en escena de nuevos personajes, al margen de alguna que otra nota pintoresca producto de la falta de experiencia o, justo lo contrario, la picardía propia del político experimentado. Lo que pasa es que la omnipresencia de los medios informativos convierte en innecesarios los esfuerzos propagandísticos de última hora, y eso produce sensación de aburrimiento.
Aun así, el martilleo de los mensajes ha sido constante, más por la música que por la letra, que en campaña se traduce en una pérdida de tiempo y dinero, sobre todo cuando existe el convencimiento de que las promesas electorales se las lleva el viento al minuto siguiente de producirse el recuento de los votos.
Ya sabemos que la práctica política está sometida a los avatares de la actualidad, y esos avatares rara vez tienen algo que ver con los intereses de los ciudadanos. Es el caso de la deuda, eternamente esgrimida en Jaén por las autoridades municipales, aun tratándose de un debate engañoso. Se traslada a los contribuyentes la falta de recursos, como excusa de la inacción, cuando el problema ha sido causado por los errores, o algo peor, de los propios gestores.
Ahora comienza a extenderse la opinión de que, llegados a este punto, lo razonable es retornar al sentido común y olvidarnos de las obras emblemáticas, tan del gusto de los candidatos. Los programas electorales, efectivamente, deben sustentarse en ideas y necesidades reales de los ciudadanos no en proyectos faraónicos dirigidos a encandilar a los votantes. El problema es que no es posible volver a la casilla de salida y poner a cero el reloj de los presupuestos. La deuda seguirá ahí como herencia inamovible.
La política se había convertido durante los últimos años en una carrera desquiciante hacia lo imposible. Los partidos se han dedicado a subastar proyectos totalmente innecesarios, con la única justificación de su gigantismo, y lo han hecho con el dinero del contribuyente. He aquí el mayor ferrocarril, el mayor aeropuerto, el mayor museo. Existe la convicción de que se ha gestionado únicamente para fomentar una espiral de clientelismo político, cuyo final previsible no podía ser otro que el fracaso y la corrupción.
La cuestión es que los políticos, únicos autores de este despropósito, se muestran críticos solo con sus adversarios. No contemplan la autocrítica ni otra visión que la de sus intereses personales. A falta de ideas, se ha recurrido a planteamientos megalómanos para ilusionar a los ciudadanos, aunque sea remotamente, pero con el único fin de perpetuarse ellos en el cargo. No han buscado el bienestar de la gente sino su propio bienestar.
La perspectiva de una nación ingobernable no constituye una fatalidad, producto de la volatilidad social originada por la crisis. La fragmentación política tiene causas más cercanas y relacionadas con esa carrera desvergonzada de los partidos hacia ningún sitio. La decepción no puede convertirse en desesperanza, pero si la clase dirigente desconoce cómo orientar las prioridades públicas, ¿por qué pedirles mayor claridad de criterio a los ciudadanos?