España-Catalunya, diálogo de sordos
Dialogar es avanzar, es progresar a través del intercambio intelectual. Pero la política española viene demostrando últimamente todo lo contrario, que resulta un esfuerzo estéril.
España y Cataluña, dos términos políticos en conflicto, no han dejado nunca de hablarse la una a la otra, pero sin dialogar, lo cual suele ser utilizado a su vez como excusa para todo, cuando no la hay para nada que no sea el entendimiento. Lo hacen a través de sus representantes, los gobiernos respectivos, ambos constituidos bajo la misma legalidad constitucional, pero ahora amparando postulados diferentes. ¿Qué ha permitido llegar a esta situación?
En el debate abierto al que todos asistimos, el envite parecen ganarlo los separatistas, dada la impunidad con que parecen actuar en contra de la legalidad. Demandan para sí una realidad institucional propia, con las mismas competencias pero distinta bandera, que es lo mismo que aspirar a una unidad de destino en lo universal, algo que ellos mismos suelen criticar del nacionalismo español más casposo, cuando Europa y la comunidad internacional reclaman otra cosa.
Los separatistas han conseguido su propósito de expresarse y poco más, aunque lo que en mayor medida valoran es la necesidad de volcar el pulso al adversario centralista, sea el que sea. Aseguran que la democracia consiste en votar, aunque sea en falsas urnas de cartón, como si fuera el ensayo general con público de una comedia bufa que algún día quisieran estrenar en su teatro particular. Para ellos, eso está por encima de todo, incluida la ley, un postulado equivocado pero que se presta a interpretaciones populistas. ¿Y ahora qué?
En realidad, Cataluña ha sido y es, no un todo, sino la parte de un todo español, diverso en lo cultural pero único en lo político, que no es poco. Los nacionalistas utilizaron la descentralización como campo de maniobras para su proyecto separatista. Pidieron generosidad en el proceso constituyente para sus aspiraciones, en un gesto que ahora se antoja de total impostura. Mintieron al prometer que la Constitución sería un punto de llegada y no de partida, y han mentido siempre, por lo que se ve, cuando juraban lealtad al marco legal español.
Además, acusan a sus adversarios (en la práctica, todo aquel que no comparta sus ideas) de inmovilistas, cuando esa posición no hace sino negar cualquier tipo de diálogo o solución al problema. Proponen un modelo de convivencia excluyente, lo cual contradice su defensa a ultranza de los valores democráticos propios. En fin, todo un cúmulo de contradicciones y falsos postulados que, de forma manipulada, han encontrado eco en un sector de la población abonado de antemano al sentimentalismo patriótico local.
Se trata pues de un proceso en el que resultan imposibles los avances, dado que unos se sitúan en el plano siempre ambiguo de la política (los separatistas) y los otros (el Gobierno) en el de la legalidad constitucional vigente. Una tercera vía interesada señalaría a los equidistantes, ya saben, aquellos que desean progresar a costa del error y el desgaste de unos y otros.
Ante tanto equívoco, no es de extrañar este diálogo de sordos, porque de lo contrario habría desprecio de la legalidad o lo habría de la política, y entonces se quedarían todos con las manos vacías. El problema vendrá cuando unos y otros se den cuenta de que el camino que resta solo conduce a soluciones dramáticas, olvidando que la historia se escribe para evitar los errores que conducen a repetirla.