Ahnelos de cambio
Soñábamos aquellos jóvenes de los setenta con un gobierno democrático y discreto, que no luciera bajo palio en las funciones religiosas ni atosigara a los ciudadanos con sus mecanismos de control, censura y represión. Odiábamos los estudiantes, y así lo expresábamos en las asambleas de facultad, el histriónico ordeno y mando de los jerarcas oficiales y sus oropeles de película casposa.
Éramos incapaces de soportar las formas disparatadas de aquella dictadura agonizante.
Nos estaban robando la libertad en los años de juventud en que resulta ser la condición más valiosa, pero también era una cuestión de pudor. La cultura política se había vuelto una mascarada decrépita.
Simplemente, añorábamos unos dirigentes políticos extraídos de la sociedad, y por deseo de ésta, gente normal que no hiciera del poder una profesión, que fuera a la oficina en bus o bicicleta, como veíamos que hacían muchos mandatarios europeos de la época.
Queríamos ser gobernados por gente preparada, sencilla y eficaz, que no conjugara los verbos en primera persona del singular, que creyera en el trabajo de los equipos, en la voluntad del esfuerzo, en el progreso intelectual a través del diálogo.
La realidad, sin embargo, ha derivado en una situación muy distinta. Hemos creado un monstruo que todos coincidimos en que no contribuye a una convivencia democrática saludable, pero no hacemos nada para erradicarlo, más allá de proclamar un lavado de cara que siempre se convierte en una maniobra ficticia.
Los políticos han creado un mundo a la medida de sus intereses, en el que solo cuentan ellos y sus amigos. El clientelismo adictivo que todo lo invade. El sectarismo infame que defiende privilegios.
Hablamos de un modelo que se parece demasiado a aquel que anhelábamos superar los jóvenes de los setenta. Y eso deriva en una permanente frustración.