La prensa y el ahínco de la política
Los comentaristas políticos se suelen mostrar con un plus de crítica hacia las formaciones con las que no suelen coincidir, especialmente contra los grupos conservadores, sea interesada o desinteresadamente. Hay también tertulianos de todos los colores y libre es cada cual para elegir el suyo. Eso resultaba una obviedad en la época de la transición, en que todas las opciones de la derecha constituían una versión más o menos homologable del régimen anterior, pero cuya canalización a través de UCD les concedía un visado democrático. No habría de extrañarnos esa ligera, o no tanto, falta de neutralidad de la prensa, si tenemos en cuenta que la derecha española siempre se ha manifestado acomplejada a causa de su origen.
El problema de la izquierda es otro, y tiene que ver con el agotamiento de sus referencias políticas en el universo ideológico. Ahora ya no pueden acusar a las derechas de dictatoriales por la sencilla razón de que ya no quedan dictadores de derechas. Claro que tampoco quedan muchos retos revolucionarios, ni pueblos o naciones oprimidas dentro del mundo civilizado, aunque algunos sigan manifestando una obsesión enfermiza por buscarlas.
El esquema político heredado del pasado, también en este bando, queda reducido a la mínima expresión, y toca ahora recomponer los mensajes para que definitivamente el electorado no tome otros derroteros, como ha venido ocurriendo en las últimas convocatorias electorales. Los programas de unos y otros, leídos con detenimiento, parecen un calco de buenas intenciones, que todos damos por supuesto que nunca cumplirán, especialmente en lo referente a supresión de privilegios de la clase dirigente. En eso, como en Fuenteovejuna, todos están a una, y ni un paso atrás.
Por eso, la izquierda tradicional, descolocada, se mueve tímida por la línea peligrosa que marcan los grupos antisistema, tratando de situarse de nuevo a rebufo de las clases populares, cuando éstas amenazan con darles la espalda. Aún así, ni unos ni otros terminan de identificar las verdaderas preocupaciones de los ciudadanos y todos acaban por acusar a sus adversarios de los peores pecados, que suelen ser también los propios. El populismo, vistas así las cosas, se convierte en una opción demasiado tentadora.
En definitiva, la clase política acelera su tendencia a la uniformidad o al extremismo cuando más difícil le resulta elaborar mensajes diferenciadores. Si leemos bien los programas, cualquier votante socialista podría asumir la mayoría de los mensajes de los candidatos populares, y viceversa, lo que motivaría el cambio de voto de mucha gente, es decir, arrebatarles el sillón a los suyos, y con las cosas de comer, no se juega. De ahí esas llamadas al odio, el enfrentamiento, la tensión ideológica, que diría el ínclito Zapatero, para impedir la desmovilización.
Lo de los comentaristas y tertulianos quedaría apenas como un rescoldo de batallas insustanciales a modo de aquellos fondos de reptiles de que tanto se habló en otros tiempos más decentes del periodismo. La moda hasta finales de siglo pasaba por la izquierda, indefectiblemente, porque hasta entonces solo la izquierda había evidenciado deseos de reconquistar la libertad.
Los periodistas jóvenes ahora, en cambio, han aprendido a actuar sin complejos y con total independencia de criterio, porque los objetivos a alcanzar ya son otros. Además, cobrar, ya solo cobran las estrellas mediáticas, por otorgar un poco de credibilidad a las opiniones de los medios, si es que les queda alguna.
La libertad ha dejado de ser un monopolio de nadie y la política solo debería ser un reflejo de inquietudes hacia la gente con problemas. O eso debieran entender las dirigentes de los partidos que con tanto ahínco luchan por el poder. El problema es que, en el fondo, a ellos les va mucho más en el empeño que el bienestar de los demás.