El aparato y el Partido
Esta historia no tiene nada que ver con acontecimientos recientes, posiblemente ni con la realidad, pero resulta muy ilustrativa sobre una cuestión de enorme actualidad. Me viene a la memoria al oir a determinados dirigentes políticos pedir prudencia o discreción a los periodistas, cuando lo que se pretenden, en realidad, es impedir que determinadas informaciones vean la luz. Unos exhiben razones de Estado y otros, por lo que se ve, otro tipo de argumentos, de un calibre menor, pero igualmente poderosos. El problema surge cuando esos intentos por callar al mensajero no resultan fallidos.
El episodio a que hago mención circula desde hace años como leyenda urbana para regocijo de unos e indignación de otros, según las afinidades políticas de cada cual. Desde luego, parece imposible certificar su veracidad. Todo el mundo le concede credibilidad al relato, por los muchos elementos reales mencionados en el mismo, o quizás porque ven aquí reflejada la naturaleza humana, lo que obliga a pensar que la versión, al menos, parece verosímil, entre otras razones, porque nadie suele igualar en inventiva a la propia naturaleza.
La historia hace referencia a un alcalde que sufrió los efectos indeseables de cierta píldora de color azul, cuando se hallaba en compañía de una señora a la que frecuentaba de forma clandestina, peluquera ella por más señas, se aseguraba, como si a este gremio pudieran atribuirse alegremente comportamientos que no son identificables en otros profesionales.
La prolongación indefinida del estado gozoso, produjo primero en el edil ciertas incomodidades que luego fueron agravándose al comprobar que aquello, lejos de desistir, cada vez adquiría una consistencia mayor. Saltaron entonces las alarmas en el nido amoroso y no tuvieron otra que requerir ayuda facultativa, en vista de unos síntomas tan espectaculares como dolorosos.
Total, que nuestro personaje y su compañera avisaron a los servicios sanitarios como última medida a tan incómoda e íntima crispación, no sin antes haber probado con baños fríos, masajes y toda clase de apósitos. La ambulancia se personó inmediatamente en el domicilio donde no esperaban hallar al alcalde, y al comprobar las asistencias de quién se trataba y las características de su mal, no tuvieron por menos que tomarse el asunto con cierta parsimonia y aplicar al servicio todo tipo de protocolos y garantías de procedimiento, no fuera que el incumplimiento de la normativa sobre urgencias la sufriera en sus carnes una primera autoridad local, y para qué más lío el que se hubiera podido formar.
El alcalde, en aquel trance, observándose tan desarmado, en sentido figurado, claro, no alcanzaba sino a pedir "discresión" a las asistencias, médico, ATS, conductor y camilleros, requerimiento que no consiguió sino el efecto contrario al deseado: como en una cabalgata de feria, fue paseado por toda la ciudad, cubierto con una manta que no dejara ver sus vergüenzas en erección, pero con todas las sirenas, focos y luces de la ambulancia encendidos y a todo trapo, con lo que el accidente rijoso a punto estuvo se salir en la portada de todos los periódicos nacionales o ser retransmitido por alguna televisión local, eso sí, en horario de adultos.
Por mucha "discresión" que se aplicara al asunto, nadie pudo evitar que todo el vecindario supiera al día siguiente la peripecia del alcalde, con pelos y señales, así como la identidad de su amiga secreta, que ya dejó de serlo a consecuencia del escándalo. Bueno, dejó de ser secreta la amiga del alcalde y dejó también de ser vecina de la localidad, porque tuvo que marcharse a vivir a otro pueblo. Eso dicen.
El alcalde también dejó de ser alcalde, aunque todos atribuyeron el fin de su carrera política a sus malas relaciones con el aparato del partido, lo cual, según esta versión, constituye toda una falsedad. Porque la culpa no la tuvo el aparato del partido, la culpa la tuvo su propio aparato.