Olivar: La reconversión que viene
La Ley del Olivar está un poco más cerca. El Consejo de Gobierno de la Junta aprobó el 23-F su anteproyecto, paso previo al inicio de su tramitación parlamentaria que debe culminar a finales de año con su aprobación definitiva. Mucho se lleva hablando de esta norma, la única por cierto que habrá en la Unión Europea para la regulación de un cultivo, que ha sido proyectada por el Gobierno andaluz como el mejor antídoto posible ante el nuevo escenario que se le abre al sector oleícola con la nueva Política Agraria Comunitaria (PAC) del año 2013. Un escenario lleno de nubarrones por la más que previsible desaparición de las ayudas comunitarias, al menos tal y como se conciben en la actualidad.
Ahora que el olivar vive una de las peores crisis de los últimos tiempos, con el precio en origen del aceite por el suelo y muy lejos de la rentabilidad de los agricultores, y ahora que el largo y atípico temporal no ha hecho más que agravar la crisis, parece como si la futura Ley del Olivar se esperara como la solución a todos los males, algo así como el Dorado. Pero harían bien los olivareros en no dejar su suerte a los milagros.
En sí misma, la Ley del Olivar debe tener una trascendencia importante para Jaén, una provincia en la que se ha parido esta norma y que, como es lógico, es la que más se juega por la influencia que el monocultivo verde tiene sobre esta tierra. La introducción de la figura del Contrato-Territorio debe ser la principal salvaguarda para el olivar tradicional y de sierra, el predominante en Jaén, frente a las mucho más productivas explotaciones de olivar intensivo del bajo Guadalquivir. Primar el olivar menos rentable no es una locura, como podrían pensar algunos. Este olivar está íntimamente ligado a la forma de vida y a la economía de la mayor parte de nuestros pueblos y, por tanto, dejarlo morir sería condenar a muchos jornaleros a desempolvar las maletas que ya utilizaron sus antepasados en los duros años de la emigración de los 60 ó 70.
Jaén debe hacer valer su hegemonía olivarera para confeccionar una ley que acabe con la tarifa plana en las ayudas comunitarias y con los privilegios que durante muchos años han venido disfrutando los grandes tenedores de tierra. Un dato en este sentido: apenas el 1% de los preceptores de las ayudas de la PAC se llevan el 20% de los fondos que el olivar recibe en Andalucía. Sobran los comentarios.
Pero, resaltadas las oportunidades de la ley olivarera, convendría no perder de vista un necesario ejercicio de autocrítica sobre los males endémicos que arrastra el sector. De nada servirá regular mejor las ayudas mientras cada cooperativa siga campando a sus anchas, por su cuenta y riesgo. Ahora mismo hay 800 almazaras que venden aceite por su cuenta y apenas tres o cuatro grandes operadores que compran. La balanza, como es natural, está claramente desnivelada hacia los últimos, que son los que imponen su dominio en los mercados. El individualismo y la desconfianza son valores intrínsicos que acompañan al olivarero, máxime después de los palos que muchos de ellos se llevaron en décadas pasadas con UTECO o Fedeoliva, por citar los dos principales fiascos. Pero eso no debe ser excusa para coger el toro por los cuernos de una vez y dejarse de lamentos que no conducen a nada. Ejemplos hay no muy lejos de nosotros de cooperativas y empresas agroalimentarias que han crecido por la ausencia de prejuicios de sus gestores, que se dieron cuenta hace mucho tiempo de que las ayudas públicas, con ser importantes, no deben ser el activo mayor de sus cuentas de resultados.
Lo dicho, la Ley del Olivar puede ser un buen acicate para cambiar algunas cosas, pero todo seguirá siendo lo mismo si no hay un verdadero cambio de mentalidad. Ésa, y no otra, debe ser la principal reconversión oleícola.