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Políticas de salón

El problema de mantener posiciones irreductibles en los tiempos que corren, es que los acontecimientos nos coloquen en una situación comprometida, cuando no quedemos totalmente descolocados. Razones que son acertadas por la mañana, se vuelven descabelladas por la tarde, si uno de lo que habla es de economía o política. De ahí la necesidad de atemperar las opiniones y hacer de la prudencia, virtud poco apreciada en la  clase dirigente, un valor en alza. La crisis quema etapas rápidamente  y convierte los argumentos en sustancia volátil, como el perfume barato, de fragor intenso pero poco consistente, incluso desagradable.

De panoramas cambiantes están aprendiendo todo tipo de colectivos: de sindicatos a  docentes, sanitarios y  pilotos también, sin olvidarnos de los profesionales de la política, la mayoría acostumbrados a hacer de su capa un sayo en la más absoluta impunidad.

Ahora son los recortes lo que constituye el discurso común de todos, para oponerse, claro,  anteponiendo siempre intereses particulares a los del conjunto de la sociedad. Todos  aceptamos que hay que ajustarse el cinturón, mientras no nos toque a nosotros.

Los sindicatos hicieron de la reforma laboral su caballo de batalla hace unos meses, huelga general incluida, y ahora, viendo cómo cambia la decoración de sus apoyos, parecen escurrir el bulto y dar marcha atrás.

Más que eso, ellos mismos están utilizando la nueva ley para adelgazar sus plantillas, como si fuera un documento de aplicación obligatoria. Al final, lo que cuenta es lo que cuenta: la pasta y quien la pone.

Lo mismo han hecho algunos partidos políticos, aún manifestando por activa y por pasiva que nunca aplicarían la dichosa ley, porque conduciría al país a la ruina, y retrocederían tres décadas los derechos sociales de los trabajadores. Por lo visto, tienen prisa de que eso ocurra.

A los rectores, hasta ahora casta de intocables, les esperaba una ración de lo mismo. De mantener una postura desafiante ante el ministro de Educación, a cuenta de la subida de tasas, han pasado a taparse cada uno sus propias vergüenzas, y todo en poco más de una semana. Han vuelto al redil institucional, que es donde se reparte el dinero, dóciles como corderos, y sin los aspavientos del coche oficial aparcado en la puerta, por cierto, una foto poco edificante si hablamos de austeridad.

Incluso a algún periodista he visto yo tragarse sus propias palabras de un día para otro a propósito del millonario rescate bancario, la prima de riesgo o la impunidad de los altos cargos, lo cual resulta muy conveniente o ejemplarizante, según se mire. Corren tiempos en que lo más aconsejable es  mantener la boca cerrada, por lo que pueda venir.

Tiempos difíciles, en definitiva,  en los que el populismo o la demagogia producen escasos réditos y, en ocasiones, conduce al desastre personal o, cuando menos, al ridículo. La opinión pública, con todo lo que está cayendo, ya no está para esa  política de salón de la que muchos han vivido, y muy bien, pero que tan pésimos resultados nos ha deparado a los ciudadanos.