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Podemos quiere ser casta

Podemos ha anunciado que quiere abrir el candado constitucional, por no decir que se propone acabar con el actual modelo de participación que establece la Constitución de 1978, en cuyo centro se sitúan los partidos políticos tradicionales. Si interpretamos bien las palabras de Pablo Iglesias,  se trataría de invertir la concepción del sistema, pasando de una organización piramidal clásica, con órganos de dirección en el vértice o cúpula, a otra cuyas decisiones emanen directamente de las bases, donde se sitúan los ciudadanos.

Sin embargo, el camino elegido para cumplir sus propósitos ha sido el menos revolucionario, por no decir que incurre en una flagrante contradicción. Llegado el momento de estructurar al grupo, Podemos ha optado por el modelo más convencional, incluso para el nombre del cargo de mayor responsabilidad. Pablo Iglesias ya es el secretario general de la nueva formación y en él descansa el máximo poder. Con las cosas de comer no se juega.

Algunos observadores –no olvidemos que Podemos se ha situado en el centro de todas las miradas, por muchos motivos—han querido ver en ese acuerdo una traición a los postulados asamblearios del grupo, lo cual no parece posible desmentir a la vista de las primeras deserciones que ha sufrido el grupo. En realidad, lo que ha ocurrido es que los antisistema o su versión política, comienzan a comportarse como el resto de partidos a los que critican, especialmente cuando vislumbran posibilidades electorales y, claro, financiación oficial. Pronto asimilarán que es posible también compatibilizar el espíritu contestatario con el coche oficial, el sueldo digno y todo lo demás que caracteriza a la clase dirigente, la que ellos llaman casta. Para no ser menos que nadie, Podemos ya tiene incluso sus primeros escándalos de corrupción.

Y es que los partidos, lejos de ser ya una plataforma de participación, se han convertido en un fin en sí mismos, un instrumento de poder. Es en sus órganos directivos donde se ejerce la política, aunque de forma excluyente. A los ciudadanos sólo les queda dar su conformidad a decisiones que ya han sido adoptadas de antemano, llámense programas de gobierno o candidaturas. Aquí no cuenta la idoneidad de un proyecto sino la lealtad al jefe. Como las lentejas, pero cada cuatro años.

El hecho de que los gobiernos constituyan una traslación de esta forma de organizar la política, en torno a partidos cerrados, la gestión nunca puede derivar en un sistema de participación abierta y estable del conjunto de los ciudadanos, ajenos en su mayoría a los intereses mezquinos que se defienden bajo este prisma. Lo contrario, que estamos padeciendo, tiene su reflejo en un distanciamiento sin precedentes entre la clase política y la realidad social.

Por eso resultan tan poco creíbles las iniciativas sobre regeneración que anuncian algunos mandatarios, porque en ningún caso plantean la apertura democrática de los partidos. Se diría que impedir el desmantelamiento de este entramado de control político a la manera española,  fuera el único objetivo común para todos ellos.

Podemos ahora se sube también al carro. Sin pretenderlo, estos también se han apuntado a ser “casta”, la clase social funesta que vive cómodamente en el cielo.